"En este momento y a esta edad terminar con los principios éticos que recibí de mis padres, mis maestros y profesores me resulta extremadamente difícil. No puedo cambiar, prefiero desaparecer. (...) Estoy cansado de luchar y luchar, galopando contra el viento como decía Don Ata. No puedo cambiar", escribió René Favaloro, con completa angustia y trazo firme, pocas horas antes de morir.
Era el sábado 29 de julio del año 2000, una tarde fría de invierno en Buenos Aires. Tenía 77 años, pero su voz seguía siendo la del joven nacido el 12 de julio de 1923, con el alma repleta de convicciones, que jamás dejó de creer en la medicina como un acto ético y solidario al servicio de los demás. En 1967, durante su trabajo en la Cleveland Clinic de Estados Unidos, Favaloro realizó por primera vez un bypass aortocoronario utilizando una vena safena del propio paciente. Esa intervención marcó un antes y un después en la historia de la medicina y lo consagró como uno de los cirujanos cardiovasculares más reconocidos del siglo XX.
Pero todo lo que logró para la ciencia no contó con el apoyo necesario para sostenerlo. Aquel 29 de julio, solo en su departamento del barrio de Palermo, el médico rural que había revolucionado la medicina, decidió poner fin a su vida con un disparo al corazón. Dejó siete cartas manuscritas: una a su familia; otra a sus colegas; otras a amigos y personas de confianza; y otras dirigidas a autoridades políticas, donde denunciaba el ahogo financiero que impusieron a su fundación, la indiferencia del Estado y su agotamiento físico y moral.
Una deuda que nadie quiso saldar
En el inicio del siglo, año 2000, la Fundación Favaloro estaba al borde del colapso. A pesar de ser un centro modelo en América Latina, con infraestructura de última generación, profesionales altamente capacitados y un enfoque humanista en la atención médica, la institución acumulaba deudas por más de $40 millones, mientras que el Estado y diversas obras sociales le adeudaban más de $18 millones. Su principal deudor era IOMA, la obra social de la Provincia de Buenos Aires, seguido por el PAMI, que debía casi 3 millones de pesos. También existían pagos pendientes de otros organismos oficiales, prepagas y otras obras sociales.
No se trataba de un problema de gestión interno. Eran prestaciones ya realizadas, muchas de ellas de alta complejidad, que nunca fueron pagadas. Fiel a su compromiso con una medicina solidaria, la Fundación jamás rechazó a un paciente por falta de recursos. Absorbía los costos que otros se negaban a asumir. Pero las promesas de pago nunca se concretaban. Desde el gobierno nacional, las autoridades de la Alianza reconocieron la existencia de las deudas, pero argumentaron que correspondían a gestiones anteriores, como las del menemismo bajo la dirección de Alderete y Matilde Menéndez, por lo que debía verificarse su legitimidad judicialmente. Mientras tanto, la presión financiera aumentaba y el sueño de Favaloro comenzaba a hundirse.
Durante meses, René envió cartas pidiendo socorro y solicitó audiencias con funcionarios del gobierno nacional, entre ellos el entonces presidente Fernando de la Rúa. No tuvo respuesta. La indiferencia institucional lo sumió en una profunda decepción. "He escrito cartas a funcionarios y empresarios de todo tipo sin recibir respuesta. Estoy cansado de ser un mendigo en mi propio país", contó el cardiólogo en una de sus cartas más desgarradoras en las que no solo explicaba su angustia, sino también advertía las consecuencias: "Si no recibimos una ayuda inmediata, nos veremos obligados a cerrar la Fundación. Eso significará la pérdida de cientos de puestos de trabajo, pero sobre todo, la derrota del sueño por el que regresé al país".
Las últimas horas
Sábado 29 de julio de 2000. El día inició como uno más en la rutina de René Favaloro. Se levantó temprano, desayunó con su pareja, Diana Truden; y, como era su costumbre, poco después de las 8 de la mañana llegó en su viejo Peugeot 505 a la sede de la Fundación, en la avenida Belgrano. Recorrió los pasillos con un semblante serio pero sereno, y se encerró en su despacho. Allí revisó algunos estudios clínicos, evaluó placas, escribió observaciones y evitó recibir visitas o hacer llamadas. Nada en su comportamiento anticipaba lo que ocurriría unas horas más tarde. Hacía frío en Buenos Aires, pero su disciplina y compromiso no se habían quebrado. Fiel a su estilo, trabajó hasta el mediodía.
Cerca de las 13:30, Favaloro regresó a su departamento de la calle Dardo Rocha para almorzar con Diana. Tras la comida, ella salió con su hermano creyendo que su pareja viajaría a La Plata, como solía hacer los fines de semana. Pero Favaloro no salió. Se quedó. Se bañó, se afeitó, se puso un pijama y pantuflas. De un cajón de su dormitorio sacó las siete cartas que había escrito. Y un arma.
Regresó al comedor y dejó los sobres en la mesa, bien visibles. Dejó todo dispuesto con una precisión quirúrgica. Volvió al baño. Ya no quedaba vapor y pudo pegar en el espejo una nota: "A las autoridades competentes". Quizás se miró por ultima vez, dándose cuenta que hasta allí había llegado su lucha, sus intentos de un país mejor y su vida... A las 16:30, una vecina del tercer piso escuchó un ruido apagado: un disparo seco, un final.
Durante 45 minutos el silencio fue letal. Favaloro, que sabía en qué lugar exacto tenía que ingresar la bala, ya había dejado de existir. A las 17:15, Diana regreso junto a su hermano. Tocaron el timbre, pero no hubo respuesta. No pudieron abrir porque estaba puesta la llave del lado de adentro. Luego de varias maniobras, lo lograron. El silencio era ensordecedor...
Diana llamó: "¡René!". Caminó por el living, llegó al dormitorio y a uno de los baños. Nada. Al llegar al otro baño, vio un halo de luz encendida debajo de la puerta. Allí estaba él. Pero no respondía. Intentó abrir la puerta y no pudo: el cuerpo de Favaloro lo impedía. Los hermanos, ya desesperados, empujaron con fuerza. Diana corrió por ayuda. Un vecino escuchó sus gritos y entró para ayudar.
Luego vieron sobre la mesa las cartas, que no eran solo despedidas: eran un grito lúcido y contenido, un llamado de atención que aún hoy resuena como uno de los testamentos más crudos y dolorosos de la Argentina.