Salir a jugar siempre fue el momento más ansiado de la niñez. Los chicos del barrio no esperaban una señal porque jugar era tan natural como tomar la leche o hacer los deberes.
El ritual de la infancia se basaba en pocas cosas, una vereda, algunos juguetes, la imaginación y sobre todo las ganas de compartir, soñar, divertirse, volar, construir, crecer en compañía. Ser niños es eso, tener la capacidad de crear un universo y tener la certeza de su existencia.
Por alguna extraña razón al crecer perdimos el impulso, la fe, la confianza en el poder creador de nosotros mismos. Lo reemplazamos por obligaciones, condiciones, cargas horarias y programas establecidos que marcaban los límites de nuestros sueños y también de nuestras ganas.
Hoy alguien me dijo "hay que volver a abrir la puerta y salir a jugar, como cuando eras chico, sin presiones, sin condiciones, sólo con las ganas de divertirte y con la certeza de que el mundo es tuyo". Ese pensamiento me volvió a la infancia y me recordó que, somos dueños del cielo que nos cubre y poseemos la totalidad del aire para respirar sin miedo.
Salgamos a jugar, con entusiasmo, con esta adultez que nos ata a la tierra, pero nos deja el alma libre para recorrer todos los universos que seamos capaces de inventar. Ahí puede estar el gramo de entusiasmo que nos hace falta para comprender el sentido de la vida.